viernes, 16 de septiembre de 2011

El parque

-El tacto es único -dijo sonriendo satisfecha. Parecía encontrar en la textura de la hierba algo casi mágico por la forma en que sonreía.


-Es rasposo -protesté.


-No, ¡Calla! -replicó- No es rasposo, es diferente. ¿Te has fijado en la tonalidad? -dijo observando el trozo de césped que tocaba- Me encanta cuando el césped se ve de este color. Entre ocre y amarillento. Ya no puede recuperarse, pero no está muerto del todo. Puedes sentir algo de vida todavía latente. Puedes respirarlo. Puedes sentirlo.


-Digamos entonces que se encuentra en un estado agónico, ¿no?


-No -respondió rápidamente-. No es tan humano como para agonizar -parecía saborear cada palabra que salía de su boca-. Tan solo es que sabe que va a morir, pero lo ha aceptado. Y nos deja disfrutar de su último color antes de la muerte. Este color nos llama a estirarnos en él -calló un momento, meditando sobre lo que acababa de decir-. El césped verde no tiene mérito. Es cuestión de regarlo. Es pura vida. En cambio, éste de aquí -dijo ya con un tono más sopesado y reflexivo- está justo en el momento de no retorno.


-Pues no deja de parecerme algo macabro -sentencié-. Es como si te divirtiese estar con gente en coma a la que le queda poco tiempo de vida. Para mi es demasiado triste.


-Sabes lo que dicen algunos médicos, ¿no? Esa teoría en la que se basan para animar a la familia a hablar con su familiar en coma. Dicen que pueden escuchar lo que les dices. Pues con este césped pasa lo mismo. Puedes hablar con él, comunicarte, sentir que conectas de alguna forma con su último estado antes de la muerte -mientras decía esto palpaba suavemente la superficies de la hierba-. Y cuando muera, se llevará todo eso consigo.


-¿Crees que está oyendo esta conversación?


-¡No, tonto! -gritó riendo-. No funciona de ese modo. Es algo más espiritual. Es como comunicarse con una mirada.


En ese momento estaba observando sus bonitas manos acariciando la hierba. En cuanto dijo eso, alcé la mirada y la posé en sus ojos. Su flequillo jugueteaba con sus pestañas y clavó su mirada en mí. Me quedé sin aliento por un instante. Su mirada brillaba de un modo que nunca antes había visto. Había algo secreto en aquella mirada. No era triste, pero tampoco parecía reflejar felicidad. No fui capaz, por mucho que lo intenté, de discernir qué quería comunicarme con esa forma de mirarme. Lo que me quedó fue una turbación que presionó fuertemente mi pecho y que siempre volvió a mí al recordar aquella apacible tarde de verano.

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