sábado, 2 de junio de 2012

Helena o el mar del verano

Helena y yo íbamos silenciosos. De cuando en cuando Helena se paraba, cogía unas cuantas zarzamoras y me ofrecía la mitad. Unas, las del sol, estaban calientes y mates; otras, las de la sombra, estaban frías y brillantes. Otras veces las cogía yo y le ofrecía a Helena y comíamos juntos, mirándonos a los ojos, con la cara llena de manchas de jugo morado. Y seguíamos andando muy juntos, sin hablar nada, pero temblando. Algunas veces mi amor -que era Helena, tan hermosa, con la piel tan morena y el pelo rubio y los ojos azules y tan libre y valiente- se paraba otra vez a coger zarzamoras y se pinchaba con una espina. Entonces me ofrecía su dedo ensangrentado y yo le chupaba la sangre, que era tan roja, tan salada, tan hermosa centelleando al sol. Depués me besaba y me lavaba con sus labios la sangre que había quedado en los míos. Y después de chacerlo nos entraba como un miedo raro. Porque aquello era un rito secreto, secretísimo, como una especie de pecado; nadie sabía por qué. Helena se apretaba contra mí como una gata misteriosa, y con los ojos llenos de lágrimas murmuraba: "Tengo miedo." Y yo, lleno de una tenura y un amor que casi me hacían llenárseme los ojos de lágrimas, la apretaba más aún contra mí y la mantenía así, con mis labios sobre su pelo, tiempo y tiempo, hasta que Helena separaba la cabeza de mi pecho y me miraba todavía con lágrimas, pero sonriéndose de amor y de felicidad. Entonces seguíamos andando abrazados, con la cabeza de Helena apoyada en mi hombro. Y así seguíamos hasta el mar.

Ayesta, Julián, Helena o el mar de verano, Barcelona, Acantilado, 2009, pp. 79-80.

martes, 10 de abril de 2012

El tren 4

CONTINUACIÓN...


La historia comenzó aquí, siguió aquí y aquí.


Poco a poco, fui recobrando todos los sentidos. Sentí la maleza húmeda entre mis dedos. Acerqué mis manos a la cara. Eran de un color verdoso. Palpé detenidamente mi rostro, que me pareció mucho más joven de lo que recordaba. Los duendecillos parecían extrañados al ver mi reacción. Hablaban entre sí y no lograba entender lo que decían. No sabía qué querían exactamente de mí. Intenté hablar, pero no pude articular ninguna palabra. Me sentí ahogado, totalmente incapaz de hablar. Finalmente, uno de ellos se adelantó al resto y dio un paso hacia donde me encontraba. Pareció dudar unos instantes y finalmente habló en un idioma que pude entender. No sé explicar muy bien cómo pasó. No hablaban mi idioma, pero podía entender aquella lengua.


- Llegas muy tarde -dijo-. No podemos estar aquí todo el día. No es seguro -buscó una mirada de aprobación del resto-. Vamos, levanta. Aún queda mucho para llegar al brujo. Realmente tienes una pinta espantosa con ese color.


Me levanté. Comparado con ellos, era casi el doble de alto. Empezaron a correr echando vistazos hacia atrás para comprobar que les seguía. No tenía otra alternativa. No sabía donde estaba y no me apetecía saber las razones que llevaron a aquel hombrecillo a decir que quedarse allí no era seguro.


CONTINUARÁ...


lunes, 27 de febrero de 2012

Aprendizaje


Son cada vez más los expertos que anuncian lo poco conveniente de las clases tradicionales. No es algo que responda a una negación de todo aquello antiguo, sino que tiene que ver con estudios científicos sobre el comportamiento cerebral y sus funciones. El alumno no ha de ser pasivo en el proceso de aprendizaje. Su cabeza no es un recipiente vacío que el docente va llenando de conocimiento. Son ellos mismos los que aprenden. El maestro, entonces, debe hacer de guía. Además, no es sólo conocimiento lo que deben llevarse a casa. Por eso se habla de competencias. Pero esto nos llevaría ahora demasiado lejos.
El alumno conduce un coche. Es su coche, con él puede hacer lo que le apetezca. Lo puede estrellar o puede elegir conducir con precaución. Puede llegar muy rápido a los sitios o puede hacerlo gastando poca gasolina. El caso es que es un coche con bastantes plazas. En esas plazas puede llevar a quien quiera. Y lo puede hacer de diversas maneras. Incluso puede decidir no llevar a nadie y ser un cobductor solitario. Lo que debe pretender el buen docente es que el alumno decida y acepte que sea su copiloto.

domingo, 2 de octubre de 2011

The Road

How do I know you're one of the good guys?
You dont. You'll have to take a shot.
Are you carrying the fire?
Am I what?
Carrying the fire.
You're kind of weirded out, arent you?
No.
Just a little.
Yeah.
That's okay.
So are you?
What, carrying the fire?
Yes.
Yeah. We are.
Do you have any kids?
We do.
Do you have a little boy?
We have a little boy and we have a little girl.
How old is he?
He's about your age. Maybe a little older.
And you didnt eat them.
No.
You dont eat people.
No. We dont eat people.
And I can go with you?
Yes. You can.
Okay then.
Okay.

McCarthy, Cormac, The Road, Random House, 2006, pp. 303, 304.

martes, 27 de septiembre de 2011

El libro electrónico

No pienso dar nombres. Hace unos meses que no paro de leer artículos que hablan de la inminente llegada del libro electrónico y del más que posible cambio en el modelo de negocio del libro. Téngase en cuenta que ya en esta frase hay, como mínimo, dos elementos con una alta posibilidad de ser matizados. Cuando algunos articulistas o columnistas -estos últimos dan más miedo- hablan sobre la «inminente» llegada o explosión o popularización del libro electrónico, se refieren a una realidad que se ha estado obviando o dejando de lado por parte de las mayores distribuidoras de este país. No es que el libro electrónico no haya llegado. El caso es que ha llegado mal. Ha llegado castrado, mutilado, sin algunas de las capacidades que podían dar un nuevo sentido al mundo editorial y un nuevo empuje a la forma de escribir y distribuir. Amazon podrá pronto poner a la venta libros electrónicos en nuestro país y será entonces, mal y tarde, cuando el resto de distribuidoras intentarán responder. Seguramente intentarán demonizar a Amazon acusando a la compañía de intento de monopolio. El caso es que intentarán subirse al carro cuando ya esté en marcha y vaya demasiado rápido. Con la fácil que hubiera sido que las distribuidoras se comportaran en este país como lo han hecho otras en el resto del mundo. No hace falta ser un genio para darse cuenta que el libro electrónico no es un desatino per se, sino que el desatino está en poner un precio sólo un euro inferior a la edición en papel de un mismo título. Así hasta ahora se ha ido aguantando, tirando, y, mientras que el Apocalipsis se acerca, algunos mendrugos ponen una base filosófica que no va a calar en la sociedad por mucho que lo intenten, ya sea alzando la figura del editor -como si fuese a desaparecer-, reivindicando el papel, o declarando la guerra a lo efímero de lo virtual o a lo peligroso de la cultura de internet. El «posible cambio» es algo que va a pasar sí o sí. No es que el libro electrónico vaya a pasar por encima del libro de papel. Esto aún está por ver. Lo que viene a crear el libro de papel es lo que ya ha creado en otros países que lo dejaron entrar: un nuevo nicho de mercado. Sólo es una oportunidad más para el comprador. Esto no acaba con el mercado en sí, lo reaviva y le da un nuevo matiz. Quizá costará más en España, que con tanta traba casi ha potenciado el pirateo del libro electrónico. El consumidor medio acepta un libro electrónico a mitad de precio que una edición de bolsillo, no casi al mismo precio. Si no se facilita esto, lo sencillo es bajárselo de internet, ya no a mitad de precio, sino gratis. En más de un artículo he leído que la cultura del «todo gratis» de internet acometerá perjuicios a medio y largo plazo que no se están teniendo en cuenta. Mirando atrás y fijándonos en una industria que pasó por un caso similar, lo que es obvio es que en un medio plazo existen más grupos de música que nunca y que la cultura está más al alcance de todos. Lo que también es una realidad es que ahora ya no es la distribuidora la que se lleva la mayor parte del pastel y que ya no hay nadie que se haga rico por sacar un disco. Lo cierto es que ahora hay más música que nunca y que el pastel está mucho más repartido; y que son muchos los artistas que ahora viven de su música, cuando antes eran unos pocos los que vivían de la industria. Nótese el matiz. ¿Pasará lo mismo con el libro? No tendrá que pasar mucho tiempo para ver el resultado.

viernes, 16 de septiembre de 2011

El parque

-El tacto es único -dijo sonriendo satisfecha. Parecía encontrar en la textura de la hierba algo casi mágico por la forma en que sonreía.


-Es rasposo -protesté.


-No, ¡Calla! -replicó- No es rasposo, es diferente. ¿Te has fijado en la tonalidad? -dijo observando el trozo de césped que tocaba- Me encanta cuando el césped se ve de este color. Entre ocre y amarillento. Ya no puede recuperarse, pero no está muerto del todo. Puedes sentir algo de vida todavía latente. Puedes respirarlo. Puedes sentirlo.


-Digamos entonces que se encuentra en un estado agónico, ¿no?


-No -respondió rápidamente-. No es tan humano como para agonizar -parecía saborear cada palabra que salía de su boca-. Tan solo es que sabe que va a morir, pero lo ha aceptado. Y nos deja disfrutar de su último color antes de la muerte. Este color nos llama a estirarnos en él -calló un momento, meditando sobre lo que acababa de decir-. El césped verde no tiene mérito. Es cuestión de regarlo. Es pura vida. En cambio, éste de aquí -dijo ya con un tono más sopesado y reflexivo- está justo en el momento de no retorno.


-Pues no deja de parecerme algo macabro -sentencié-. Es como si te divirtiese estar con gente en coma a la que le queda poco tiempo de vida. Para mi es demasiado triste.


-Sabes lo que dicen algunos médicos, ¿no? Esa teoría en la que se basan para animar a la familia a hablar con su familiar en coma. Dicen que pueden escuchar lo que les dices. Pues con este césped pasa lo mismo. Puedes hablar con él, comunicarte, sentir que conectas de alguna forma con su último estado antes de la muerte -mientras decía esto palpaba suavemente la superficies de la hierba-. Y cuando muera, se llevará todo eso consigo.


-¿Crees que está oyendo esta conversación?


-¡No, tonto! -gritó riendo-. No funciona de ese modo. Es algo más espiritual. Es como comunicarse con una mirada.


En ese momento estaba observando sus bonitas manos acariciando la hierba. En cuanto dijo eso, alcé la mirada y la posé en sus ojos. Su flequillo jugueteaba con sus pestañas y clavó su mirada en mí. Me quedé sin aliento por un instante. Su mirada brillaba de un modo que nunca antes había visto. Había algo secreto en aquella mirada. No era triste, pero tampoco parecía reflejar felicidad. No fui capaz, por mucho que lo intenté, de discernir qué quería comunicarme con esa forma de mirarme. Lo que me quedó fue una turbación que presionó fuertemente mi pecho y que siempre volvió a mí al recordar aquella apacible tarde de verano.