jueves, 14 de abril de 2011

Ambulatorio

Había mucho espacio. Decidió aparcar el coche sin entrar marcha atrás, sino subiendo una rueda al bordillo, encarando la bajada para dejarlo pegado a la acera. Salió del coche, orgulloso, rodeándolo, observando lo que para él era una obra maestra del aparcamiento. Cerró el coche apretando el botón de la llave y comprobó que la puerta estaba cerrada. Se alejó unos pasos, aún con la llave en la mano, hasta que estuvo lo suficientemente lejos, según su parecer, para poder guardar la llave en el bolsillo sin miedo a que se pudiese presionar el botón accidentalmente y el coche quedase abierto. Se giró para comprobar la ubicación del coche y que, efectivamente, el botón no había sido presionado sin querer. Caminó con paso seguro y decidido hacia el ambulatorio. El sol le obligaba a entornar los ojos ligeramente, haciéndole fruncir el ceño, gesto que pensaba que le confería una mirada interesante y profunda. La puerta principal del ambulatorio se abrió automáticamente a su paso, rompiendo su figura en dos mitades y haciéndole desaparecer del reflejo. La estancia, oscura, hizo que tuvieran que pasar unos segundos hasta acostumbrarse a la penumbra. En apenas un minuto, dejó de parecerle un sitio oscuro, ya acostumbrado al tipo de luz mortecina de los fluorescentes.


Tras preguntar en recepción adónde debía dirigirse, subió las escaleras a pie. Leyó “haz salud, sube andando” en uno de los primeros escalones. No pudo evitar soltar una risita burlona pensando en las personas mayores que leerían ese mensaje con impotencia. Un mensaje supuestamente positivo se volvería casi un insulto. En la sala de espera encontró una veintena de personas. Tras hacerse notar enarcando las cejas pidió la vez. Tras fijarse en la camisa naranja del hombre que, hasta su llegada, era el último, se sentó, sabiendo que la espera podía ser bastante larga. Observó que uno de los bancos de madera, que estaban dispuestos en fila para acomodar a los pacientes que esperaban, estaba agrietado y una lámina de madera de un palmo de ancho había sido arrancada. Se preguntó cómo era posible que en unas instalaciones para gente enferma alguien llegara a resquebrajar así uno de los asientos. Imaginó posibles respuestas, pero ninguna le pareció lo bastante plausible. Al llegar su turno, se levantó, sabiéndose observado, llevándose las manos a los bolsillos para comprobar que aún llevaba todas sus pertenencias: llave del coche en el bolsillo derecho, llaves de casa en el izquierdo, billetera en el bolsillo trasero. Intercambió unas cuantas frases puramente explicativas con el doctor, que apenas alzó la mirada del ordenador. Finalmente, le hizo pasar a una sala adjunta, donde una enfermera le vendaría la muñeca. Las manos de la enfermera, aún con los guantes, le transmitieron un calor manso y tranquilizador. Le llamó la atención que a través de unos guantes estériles se pudiera filtrar el hálito de vida de aquella chica. Se sintió aliviado, pues era el primer momento en todo el día en que sentía que el contacto con una persona pasaba de lo superficial y entraba en el ámbito de lo íntimo. Trató su herida con sumo cuidado. Acarició suavemente desde su muñeca hasta el codo. Alzó su mirada y le dijo: «¿Te hago daño?». «No», contestó él sorprendido.


Al salir de la consulta no encontró a nadie en la sala de espera. Todo el mundo se había esfumado. Una corriente de aire correteaba por los pasillos haciendo caer algún que otro papel de los corchos informativos. Fantaseó con la idea de estar viviendo en un mundo post apocalíptico durante un invierno nuclear o tras un brote zombie. Es a lo que le recordaban los hospitales y ambulatorios vacíos. Mientras se encaminaba hacia la salida, seguía pensando en ello: imaginaba un zombie saliendo de alguna consulta, vestido con bata blanca y con el estetoscopio aún rodeándole el cuello, con paso torpe pero decidido. En cuanto cruzó la puerta de salida, volvió a reinar el sonido de conversaciones lejanas y el ajetreo de la ciudad. Todo volvió a la normalidad y atrás quedó el vacío del ambulatorio. El sol le volvió a obligar a fruncir el ceño, pero esta vez no le pareció dignificante, sino más bien molesto. Llegó al lugar donde había dejado aparcado el coche para descubrir que ya no seguía allí. Miró a un lado y a otro para comprobar que no se había equivocado de calle o de lugar. Ninguna señal parecía indicar que el coche estaba mal estacionado y que alguna grúa municipal se lo hubiese llevado, así que presumió que se lo habían robado. Se sentó en la acera. Su frente, perlada de sudor por el calor, brillaba. Notó las axilas húmedas y una gota de sudor le recorrió el pecho hacia el estómago. Se sentía exhausto. Miró su reloj, no tanto para saber qué hora era, sino más bien como un gesto automático, algo desesperado, en busca de algún tipo de respuesta a lo que le había ocurrido. Por supuesto, no la encontró.

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